URBANIDAD LISBOETA
Con motivo de las V Jornadas Internacionales de Protocolo organizadas por la Asociación Portuguesa de Estudios de Protocolo, magistralmente dirigidas por su presidenta Isabel Amaral, disfruté de escasamente un día de asueto para hacer turismo por la bella Lisboa. Quería empaparme de la cultura, costumbres y gastronomía portuguesas antes de meterme de lleno en un intenso día de ponencias de especialistas venidos de España, Holanda o Brasil además de los naturales del país anfitrión.
Reconocer sus calles, observar a sus gentes, embelesarme con las maravillas arquitectónicas que pueblan distintas zonas de la ciudad, deleitarme con los sabrosos dulces que ofrecen las muchas pastelarias que pueblan sus vías, saborear los excelentes caldos que producen y degustar sus delicias gastronómicas eran los amplios objetivos que me había marcado en tan breve jornada. Como buena gallega valoro profundamente las exquisiteces que nos ofrecen nuestros apreciados vecinos lusos.
Guía de la capital en una mano y callejero en la otra, me dispuse a alcanzar contrarreloj la mayor cantidad de metas propuestas. Siempre he creído que la mejor forma de conocer la historia, la educación, el progreso, los hábitos y la restauración de las zonas que visito es frecuentando los lugares a los que concurren y utilizando los medios de transporte que usan los ciudadanos oriundos de la localidad en cuestión.
Lisboa se distingue por ser uno de los grandes centros culturales europeos. Paradigmática, atractiva, moderna, fascinante, elegante, multicultural o cosmopolita son algunos de los calificativos que le otorgan los miles de turistas que la visitan. Comparto plenamente las singularidades de la mágica metrópoli pero me gustaría dedicar estas líneas a los siempre afectuosos lisboetas.
En mis intensas 24 horas de recorrido por diversas zonas, espacios arquitectónicos y locales he comprobado la refinada educación que practican nuestros vecinos portugueses: la corrección que se respira en el trato con los forasteros, desviviéndose por facilitar todo tipo de explicaciones; el respeto a sus fachadas y aceras, una única pintada llamó mi atención en mi extenso recorrido por la ciudad y de chicles por los suelos, ni hablamos; la consideración hacia sus hermosos parques y alamedas, ni un papel, cajetilla o bolsa por sus suelos; y, la honestidad que practican, ni un solo pasajero se “escaqueó” de pagar su peaje en la máquina expendedora de tiques de los tranvías.
Como fiel defensora de las palabras mágicas (perdón, por favor y gracias) no puedo por menos que elogiar el incontable número de veces que escuché obrigado (gracias) o moito obrigado (muchas gracias) en mi breve pero apasionante experiencia lusa. Con total honestidad, he de reconocer que anhelo experimentar en mi tierra la exquisita urbanidad lisboeta.