LECCIÓN DE URBANIDAD
Hace unos días presencié un lamentable espectáculo en un establecimiento público de servicio y atención al público, valga la redundancia, cuyo nombre prefiero omitir para no desprestigiar a una profesión o a un colectivo por el mal hacer de unos pocos.
Para ponerlos en antecedentes, comentaré que por varias circunstancias que no vienen al caso, visité la citada oficina en varias ocasiones en las últimas semanas, unas cuantas. En todas ellas, a excepción de una, esperé largas e interminables colas; observé enfados de la gente que veía como descaradamente había quién intentaba colarse; comprobé como había algún activista que buscaba adeptos entre los presentes para criticar el mal funcionamiento del servicio y la falta de personal, a voz en grito; y, por qué no reconocerlo, viví la parsimonia con que la mayoría de los pocos empleados de la agencia trataban a los clientes.
Destaca especialmente el pasotismo de una funcionaria que, sin contemplaciones, respondió a la solicitud que le hizo una señora de una forma grotesca: “señora, espérese que tengo que hacer esto”, “vaya que prisa tiene la gente”, “yo también tengo papeleo que hacer, no solo atenderles a ustedes”… en un tono muy poco profesional acompañado de una mirada de profunda indiferencia. Me pregunto si habrá que darle las gracias por tratarnos de “usted”…
La susodicha mujer, viendo que pasaban de las once y que la longitud de las distintas filas que formábamos los presentes iba a más en lugar de menguar no se le ocurre mejor idea que gritar a una compañera que se encontraba exactamente en el otro extremo de la sala, por lo que todos los que allí nos encontrábamos pudimos escucharlo claramente: “X (no recuerdo su nombre) salgo a desayunar que tengo hambre y esto va a más. Vuelvo en media hora. Arreglaros”.
Como oyen, el hecho de que no dejara de entrar gente en el local, la lentitud con que avanzaba la fila o la crispación que empezaba a generarse en el ambiente por el mucho tiempo que pasabas para resolver una gestión simple no fue impedimento para que la agradable, disculpen pero es como la llamo en mi fuero interno (constatando el acierto de mi apodo cada vez que frecuento el establecimiento), pensara en su desayuno y no en la media mañana perdida de todos los presentes. Tal y como lo dijo cogió su chaqueta y se dispuso a salir. Yo no daba crédito a lo escuchado pero no pensaba intervenir convencida de que nada ni nadie evitaría la salida de la ¿eficiente trabajadora?
Soy firme defensora de aplaudir en público la labor bien hecha y recriminar en privado el trabajo mal realizado o los actos reprochables pero he de reconocer que me faltó poco para felicitar, en voz alta no… a voz en grito, a la compañera del otro extremo de la sala cuando escuché: “¿A dónde vas?, ¿no ves que está la oficina hasta los topes?, Que esta gente lleva mucho tiempo esperando. Saldrás cuando estén todos atendidos”. El final de la escena es imaginable, la agradable muy cabizbaja dejando su chaqueta, retornando a su asiento a la vez que decía: “el siguiente”, con una cara que admitía pocas conversaciones.
No dudo que para la emisora de las oportunas y sinceras palabras debió de ser duro haber puesto en su sitio a una colega delante de tantos testigos pero indiscutiblemente la escena demandaba la recriminación pública.
Olé por usted, señora X.